La crónica de Burladero.com
La faena no dejó un segundo de respiro. No lo tuvo el animal, que embistió mucho y bien. Cuando se disponía a brindar en los medios se arrancó el toro y montera en mano se lió a pegar estatuarios. Sin rectificar un palmo más que para ganar terreno entre dos. Mucho ajuste. Total naturalidad. El delirio se hizo presente cuando brindó entonces.
Allí en los medios planteó la partida el de Galapagar. Faena prodigiosa de dominio absoluto. De recordar al mejor Tomás de su mejor época, ese trienio de finales de los noventa. Porque José Tomás dio el pecho en los cites, se lo trajo embarcado en la muleta y ligó las series de cinco y seis muletazos, atornilladas las zapatillas, llevando al toro hasta el final y más allá, con mucha limpieza -salvo algún punteo aislado en los primeros pases-, bajando la mano a ras de albero. La ligazón y la profundidad fueron armas infalibles, incluso para hacer claudicar a quienes han emprendido absurda campaña en contra.
Al toro le faltó un poquito de chispa y toda la puso Tomás. Las dos primeras tandas sobre la mano diestra fueron muy poderosas. De meterlo rápido. Pronto y en la mano, como dice Chenel. Pero había más. Cuando se echó la tela a la zurda quedaban en la recámara naturales a cámara lenta, de mucho ajuste y honda emoción. Hubo mucha ligazón y eso contribuyó a aumentar el torrente de emoción en los tendidos.
Se gustó Tomás en los muletazos de cada una de las tandas y en los remates. Rico repertorio. Hubo trincherillas por doquier, también templadas. Y pases de la firma, molinetes y de pecho. Todo sin prisas. A su tiempo. Y con ajuste.
Se alargó mucho la faena. Pero quedaba todavía el cierre por manoletinas. En chiqueros ya, con el toro a punto de rajarse. No importó. Todo resultó muy solemne, casi trágico, por lo cerca que se pasó al Cuvillo y por el empaque de cada una de ellas. Mató de una estocada efectiva y paseó, con justicia, las dos orejas. Se pidió incluso el rabo, algo excesivo, aunque quedan en la retina algunos de los mejores muletazos del madrileño desde su vuelta. Impresionante.
El quinto fue un toro con mucho peligro. Algo más altón y feo, el animal empezó a desarrollar sentido desde que salió. Sin entregarse nunca, los cabezazos fueron una constante. Tomás apostó por el toro y quiso torearlo como si fuese bueno. Si se hubiese doblado con él no habría pasado nada. No lo hizo. Eso le diferencia de muchos otros toreros. ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Para evitar que la gente pasase miedo? Eso también es parte del toreo.
El planteamiento fue claro: echar la muleta y obligar al toro a pasar... o quitarlo del medio. No es el primero que lo hace. No podía haber limpieza porque no había embestida continua alguna en el animal. A trompicones, parones y derrotes era imposible. En un pase de pecho se le venció y le pegó una voltereta fortísima. Tomás siguió en los medios y consiguió, por momentos, meterlo en la canasta. Hasta llegó a humillar el animal.
La plaza presenció aquello sobrecogida, pidiendo incluso que matase al toro. No habría pasado nada por ello, pero José Tomás quiso justificarse, no con la gente, sino consigo mismo. Lo hizo. Cuando había cambiado la espada, el toro le pegó un volteretón tremendo y lo buscó en el suelo. Lo tenía marcado desde el inicio y terminó haciendo presa. En el cuello. Las consecuencias ya las saben. Mató de forma decorosa y le dieron otra oreja. Fue acojonante ver a un tío con un tajo de aúpa en la garganta saludar tan tranquilo. Como si el dolor y el miedo no fuesen con él.
Allí en los medios planteó la partida el de Galapagar. Faena prodigiosa de dominio absoluto. De recordar al mejor Tomás de su mejor época, ese trienio de finales de los noventa. Porque José Tomás dio el pecho en los cites, se lo trajo embarcado en la muleta y ligó las series de cinco y seis muletazos, atornilladas las zapatillas, llevando al toro hasta el final y más allá, con mucha limpieza -salvo algún punteo aislado en los primeros pases-, bajando la mano a ras de albero. La ligazón y la profundidad fueron armas infalibles, incluso para hacer claudicar a quienes han emprendido absurda campaña en contra.
Al toro le faltó un poquito de chispa y toda la puso Tomás. Las dos primeras tandas sobre la mano diestra fueron muy poderosas. De meterlo rápido. Pronto y en la mano, como dice Chenel. Pero había más. Cuando se echó la tela a la zurda quedaban en la recámara naturales a cámara lenta, de mucho ajuste y honda emoción. Hubo mucha ligazón y eso contribuyó a aumentar el torrente de emoción en los tendidos.
Se gustó Tomás en los muletazos de cada una de las tandas y en los remates. Rico repertorio. Hubo trincherillas por doquier, también templadas. Y pases de la firma, molinetes y de pecho. Todo sin prisas. A su tiempo. Y con ajuste.
Se alargó mucho la faena. Pero quedaba todavía el cierre por manoletinas. En chiqueros ya, con el toro a punto de rajarse. No importó. Todo resultó muy solemne, casi trágico, por lo cerca que se pasó al Cuvillo y por el empaque de cada una de ellas. Mató de una estocada efectiva y paseó, con justicia, las dos orejas. Se pidió incluso el rabo, algo excesivo, aunque quedan en la retina algunos de los mejores muletazos del madrileño desde su vuelta. Impresionante.
El quinto fue un toro con mucho peligro. Algo más altón y feo, el animal empezó a desarrollar sentido desde que salió. Sin entregarse nunca, los cabezazos fueron una constante. Tomás apostó por el toro y quiso torearlo como si fuese bueno. Si se hubiese doblado con él no habría pasado nada. No lo hizo. Eso le diferencia de muchos otros toreros. ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Para evitar que la gente pasase miedo? Eso también es parte del toreo.
El planteamiento fue claro: echar la muleta y obligar al toro a pasar... o quitarlo del medio. No es el primero que lo hace. No podía haber limpieza porque no había embestida continua alguna en el animal. A trompicones, parones y derrotes era imposible. En un pase de pecho se le venció y le pegó una voltereta fortísima. Tomás siguió en los medios y consiguió, por momentos, meterlo en la canasta. Hasta llegó a humillar el animal.
La plaza presenció aquello sobrecogida, pidiendo incluso que matase al toro. No habría pasado nada por ello, pero José Tomás quiso justificarse, no con la gente, sino consigo mismo. Lo hizo. Cuando había cambiado la espada, el toro le pegó un volteretón tremendo y lo buscó en el suelo. Lo tenía marcado desde el inicio y terminó haciendo presa. En el cuello. Las consecuencias ya las saben. Mató de forma decorosa y le dieron otra oreja. Fue acojonante ver a un tío con un tajo de aúpa en la garganta saludar tan tranquilo. Como si el dolor y el miedo no fuesen con él.
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